Yo creo que uno mismo se proyecta en las cosas, en las ciudades, en la gente.
Años atrás Buenos Aires me parecía triste. Hallé una
furiosa y amorfa masa de multitudes, me mareaba la rapidez, el paso ligero, el
anonimato. Después de una semana de vagar, tuve la sensación de ser nada.
Llegaba tarde a un viejo departamento prestado en San Telmo. Mi
amiga y única cara familiar del edificio estudiaba todo el día, y de noche
no hacía grandes alardes de amistad. Al volver a mi ciudad natal había bajado
varios kilos, de cuerpo y de alma. No recuerdo un viaje más solitario.
Hoy ya estoy a unos días de distancia de mi última visita la
ciudad de la furia, semana en la que me adapté
casi sin impacto a mi Asunción. La city porteña lució esta vez más colorida. En algunos
breves momentos de soledad, me senté a mirar a la gente, y pude ver como
repentinamente del cielo caía una música ligera, y todos, sobre la Avenida
9 de Julio elegían una pareja al azar, y agitando las piernas por unos
segundos, bailaban al ritmo de un tango electrónico, para luego continuar
caminando.
Esta vez sólo me llamó la atención la soledad extrema de un hombre en
el subte, sucio, descalzo y semi inconsciente, que parecía ir hasta el final, y
rogar para que lo lleve el subte, para siempre. Además de él otra gente, durmiendo
en las puertas, del lado de afuera, en los asientos y las plazas. Pero todo esto
no llegó a afectarme hasta el punto de arruinar mi día, ni siquiera mi hora,
tengo aplicada la vergonzosa vacuna, esa
que te ponen después de haber nacido en el tercer mundo, ya no siento.
En una ciudad de mil caras sólo se nos presentan unas pocas
a la gente con suerte, con unos buenos
pesos y besos encima da gusto caminar y dormir en Recoleta, la compañía es
indispensable, y hoy día tengo suerte. Desde
hace un tiempo me he dado cuenta de que un viaje se recorre mejor de la mano, las
calles lucen mejor de la mano, y así, también luce mejor la gente.
Hoy creo que uno se proyecta en el presente, y lo transforma, como
la alquimia sutil del inconsciente.